La Editorial IED Madrid quiere homenajear a uno de sus autores, Isidoro Valcárcel Medina, por su último reconocimiento: el Premio Velázquez de Artes Plásticas 2015. Para quien aún no lo conozca, presentamos un fragmento de su obra SIN TÍTULOS, donde se expone su trayectoria.
Foucault admiraba aquellos momentos en los que un autor permanecía en el corazón de una cuestión manteniéndose indefinidamente en su límite. Esa podría ser la disposición que ha caracterizado la carrera del Premio Nacional de Artes Plásticas de España en 2007 y Premio Velázquez de Artes Plásticas 2015, Isidoro Valcárcel Medina, quien con sus obras ha creado un episodio fundamental del cuestionar los márgenes de lo que consideramos arte.
De difícil clasificación, podemos acercarnos a la figura de Isidoro Valcárcel Medina a través de algunas de las etiquetas, títulos, características que suelen aparecer al juzgar se obra: autorreflexiva, tautológica, procesual, paradójica, performativa, vivencial… Estos podrían ser algunos de los calificativos recibidos por este artista que siempre se ha mostrado huidizo respecto a todo lo que entendemos por autoría, mercado e institución, de ahí exposiciones tan extraordinarias, extensas, atípicas e intensas como Ir y venir de Valcárcel Medina (2002-2003) u Otoño de 2009; de nuevo esquivos pero lúcidos intentos de remitir a una carrera artística.
Para Valcárcel Medina, el arte solamente tiene sentido cuando nos hace conscientes y responsables de una realidad personal. Por ello, sus señas de identidad son la concepción de la obra como estructura en la que se manifiestan dimensiones de nuestra existencia y de lo que denomina “arte habitable”, a través principalmente de procesos “perogrullescos”, pero relacionados con un profundo concepto del arte “para ser vivido”, orientado a la “participación pasiva” del espectador y, en definitiva, a la enfatización de la “experiencia del arte”. Su obra nos obliga a otro tempo para observar nuestro entorno y, adecuados a esta nueva mirada, capacitarnos para ver detalles cotidianos de otra manera, logrando que trasciendan. De esta forma, todas sus intervenciones son una provocadora llamada a la reflexión crítica, capaz de replantear nuestra realidad y nuevas preguntas acerca de la relación entre arte y vida.
Y es lo que se pudo contemplar en estas dos exposiciones que, a priori, tendrían forma de muestra antológica, pero que pronto fueron percibidas como otra cosa. Isidoro Valcárcel Medina entiende que exponer aquello que fue, sin el sentido que le otorgaba el momento de concepción de la obra, no es más que aburrida huella, si se repite tiempo después, convirtiéndose en una experiencia falseada que necesita ser repensada para que dé lugar a otra obra y no quede como mera presencia pretérita.
Un ejemplo de ello fue el citado Ir y venir. Una recopilación poco usual de sus obras más significativas, necesariamente convertidas en nueva pieza, en este caso miles de fichas en las que definió (en la Fundación Tàpies de Barcelona) los conceptos del arte en una vertiginosa rayuela, para luego (en la Sala Verónicas de Murcia) hablar de toda su trayectoria desde un tiempo y un contratiempo: cómo concibió esas obras y cómo las veía bajo la luz de los años pasados en el momento de realizar este trabajo. La última etapa permitió recorrer todas estas direcciones (en el Centro José Guerrero de Granada), revelando la necesidad de una actitud que hiciera evidentes los distintos estratos del arte.
El destino final de esta pieza es altamente significativo, ya que fue coherentemente fragmentada y desperdigada entre todos aquellos interesados en su obra, más allá de la voluntad de compra de varias instituciones. No obstante, terminó una buena parte de ella en un cementerio de obras de arte, conocido también como Museo-Mausoleo, que se encuentra en Morille, acompañando a otras obras de artistas como Esther Ferrer, Fernando Arrabal o Javier Utray, entre otros.
También hemos nombrado Otoño de 2009, exposición celebrada en el MNCARS, donde de nuevo hallamos la necesidad de afrontar una paradoja: cada obra tiene un tiempo y espacio específico. En este caso, la habitual autorreferencialidad descubre realidades que siempre han estado ahí, aunque no fuéramos capaces de reconocerlas.
Otoño de 2009 venía marcado por la discontinuidad de unas estaciones o “circunstancias”, es decir, los acontecimientos se sucedían a través de todo el otoño, marcando una condición: por encima de su fugacidad, emergía una atención al detalle que implicaba una considerable dedicación por parte del espectador, recompensada con creces, si respetaba el tempo de esta exposición.
Entre el enorme elenco de circunstancias que invitaban a repensar nuestra relación con el arte y, sobre todo, con la institución que lo alberga (las visitas a las instalaciones y actividades del Reina Sofía; planos con la distribución de la colección; la extraordinaria audioguía, que construye otra narración sobre la colección del museo…), cabe destacar el encuentro desarrollado únicamente entre los días 1 y 3 de octubre bajo el título Proyecto para una retrospectiva. III Centenario de la última exposición en el claustro de la Annunziata de Florencia, al que se accedía a través de la tercera planta del museo, prácticamente vaciada para la ocasión. En un pasillo final de la misma, normalmente sin una utilidad específica, se descubría más que una antología, un particular gabinete de maravillas con varias de sus obras, finalmente enmarcadas, aunque no como claudicación a la dialéctica museizante de la institución, sino con un sentido: poder rememorar la segunda exposición realizada por el príncipe toscano. Bajo esta atmósfera, se documentaron proyectos que no eran sino la prueba de un autor que es todo actitud y rigor, sorteando y concediendo al mismo tiempo la idea de retrospectiva.
Esta es una mirada que implica necesariamente un tempo opuesto al del “vértigo de nuestra civilización”. Solamente así trasciende el fragmento y se desvela lo evidente, que, precisamente por serlo, suele ser despreciado, como si no existiera. Cuando eliminamos las obras, aparece otra: el edificio; cuando abrimos la puerta a otros espacios, descubrimos procesos privados del museo; cuando intervenimos en ellos, surge un campo de posibilidades. El problema es que para un público con alma de turista o para quien no esté dispuesto a amar la vida en el detalle, la exposición pasará desapercibida, no pudiendo recorrer desde otro punto de vista la colección, ni descubrir el eco en el centro de las carboneras del edificio.
De todo ello, lo único que queda realmente es la experiencia del espectador, una imagen residual en la que habrá desaparecido la representación de la realidad objetiva ante la presencia de unas circunstancias que descubren una obra única, igual que nuestra vivencia, más allá de cualquier interpretación canónica o pretendida univocidad.
Y ello nos remite de nuevo a nuestra conferencia. Viendo esta trayectoria, nos podríamos preguntar ¿qué es la obra (como producto final), si existe la vida? Isidoro Valcárcel Medina nos enseña a apreciar lo extraordinario en lo cotidiano y, sin buscar atraparlo, hacernos ver la importancia de lo que muchas veces consideramos solamente accesorio, dejándonos llevar por un devenir en el que todo es tránsito. En él se manifiesta ese lema que orienta su obra desde la mitad de los años setenta y que dictó a unas mecanógrafas en la exposición Forma y medida (1977), convirtiéndolo en un texto sin fin: “el arte es una acción personal, que puede valer como ejemplo, pero nunca tener un valor ejemplar”.